Reflexiones de una manager: Enfrentando la incompetencia
Llegué al punto en el que tuve que tomar la decisión de dejar de trabajar con uno de los miembros de mi equipo. Aunque había intentado por todos los medios ayudar a esta persona, definitivamente, no logré. No me bastaron horas, ni días de acompañamiento para que esta persona llegara a cumplir lo que se esperaba de su rol.
¡Claro! Me molestaba la incompetencia, me molestaba decirle que las cosas que entregaba no eran lo suficientemente buenas, o que lo que yo había pedido era justo otra cosa.
Me tomó más de tres meses aceptar que esta persona no era la indicada para el rol, porque lo sabía, lo supe desde hace mucho tiempo, pero no era capaz de actuar al respecto. No importaba cuántas veces tenía que rehacer sus tareas para llegar a decir, esta persona no debe estar aquí.
Pero, no sólo me aterraba aceptar su incompetencia. Me aterraba aceptar que yo misma había sido incompetente, que mis evaluaciones de esta persona no reflejaban lo que aportaba al equipo y que yo misma había sido la culpable de algunas de estas consecuencias.
¿Qué esperaba?
No lo sé. Tal vez que un día amaneciera y me sorprendiera con sus habilidades, con sus reflexiones y su capacidad de manejar los eventos con los que se enfrentaba. Pensé que, tal vez, si le daba suficiente dirección lograría mostrarme que, aunque había sido contratada para un rol para el que no estaba lista, yo la iba a salvar de la injusticia, de su victimario.
Tal vez que mi jefe tomara la decisión por mí, que me diera la mano para cruzar al otro lado de la avenida en donde mi equipo era perfecto y lograban todo lo que se proponían.
Tal vez esperaba que alguien más validara mis opiniones y tomar esas validaciones como fuentes de energía para tomar una decisión.
Pero, no pasó…
No fue sino hasta que un día, en una junta con algunos de los líderes de la compañía, me demostró cómo no era capaz de responder las preguntas más sencillas. No fue sino hasta gastarnos una cantidad enorme de dinero en una junta en la que no todos los asistentes participaron, y en la que se determinó que el equipo no debería hacer nada, que me di cuenta de que esta persona no cuestionaba las mínimas acciones, sino que se escudaba en culpar a los otros, como si lo que ocurriera no fuese su responsabilidad.
“Los diseños no están listos”, “las definiciones no están listas y no me las quieren dar”, “este equipo no quiere trabajar en esto”, “creo que esta no es mi responsabilidad y siento que estamos tomando cosas que no nos corresponden”…
¿No eran esas frases suficientes para darme cuenta de que, de manera consciente, esta persona estaba desligándose de la responsabilidad que tenía con el proyecto? ¿Cómo era posible que, yo misma, le dijera que su responsabilidad era asegurar que las cosas pasaran, aunque fuera asumiendo que los demás no iban a hacer su trabajo y sin embargo, la mantuviera en el proyecto?
¿Y mis propias excusas?
“Bueno, yo no la contraté”, “es una mala decisión de la empresa”, “alguien más debería tomar cartas al respecto?”…
¿Acaso estas frases no son también son mi propio látigo? También son evidencia de mi falta de apropiación, de mi propia incompetencia.
Era evidente para otras personas también… Y cuando enfrenté mi propia incompetencia me di cuenta que los demás veían lo mismo que yo. Cuando pedí ayuda a mis líderes me vi frente a los cuestionamientos que no había querido responder: “¿qué quieres que te diga? es tu reporte, al final es tu decisión no parece que sea una mala idea, pero, al final, tú sabes qué hacer”…
Pero, en realidad ¿sabía qué hacer? Parecía que no, pero, al final, la corriente me llevó a ejercer las acciones que parecían naturales desde el inicio.
Me llevo esto como un aprendizaje, me doy cuenta de que, a veces, las decisiones que parecen más difíciles se toman con mi reflexión en el espejo, con el propio cuestionamiento de mis acciones, y la evaluación concreta de mis propias fallas.